Texto y fotos: Rolando Pujol
La invitación a tomar café es recurrente en cualquier hogar cubano al recibir la visita de amigos o desconocidos. El café es una bebida altamente apreciada en Cuba y quienes dominan el arte de una buena «colada», reciben sin falta el elogio de quienes son invitados a degustarlo.
El primer café del día es sin dudas el más agradecido, sobre todo por lo placentero que resulta irnos desperezando primero con el aroma que desprende la cafetera y ya después, dejando que el sabroso néctar nos invada en oleadas de energía, que animan a las tareas cotidianas.
Así afirma la leyenda histórica, debió sentirse el primer hombre que lo probó en la lejana Abisinia varios siglos antes del nacimiento de Cristo, si bien no fue en infusión la manera inicial de consumirlo, sino ingiriendo las cerezas del cafeto como alimento energético de probada eficacia, en las largas travesías de los pueblos nómadas del Gran Valle del Rift.
En Cuba, los primeros arbustos de café fueron cultivados por José Antonio Gelabert en 1748, muy cerca de La Habana colonial, pero el auge mayor que tuvo su cultivo fue hacia 1790, cuando una oleada de colonos franceses sobrevivientes de las sublevaciones de esclavos en Haití, se instalaron en las montañas del oriente de la isla y fundaron numerosas haciendas cafetaleras que alcanzaron gran éxito y estimularon el fomento de cafetales por las zonas montañosas del centro y el occidente del país.
Las condiciones del clima tropical cubano fueron muy propicias para que el café prosperara, sobre todo en el agradable ambiente de las montañas donde la humedad y temperatura, bajo la sombra de los bosques de maderas nobles, dan grato cobijo a las plantas del café, alimentadas por suelos permeables y con alto contenido de materia orgánica.
Una sólida tradición cafetalera fue cimentándose entre los siglo XVIII y XIX, colocando a Cuba entre los productores de café de más alta calidad en el mundo, mérito legado hasta el presente.
El proceso de la cosecha e industria del café cubano, va dirigido sobre todo a alcanzar un producto con una personalidad y sabor distintivo de la tradición de consumo en la isla, lo que ha marcado un sello.
En cualquier lugar de mundo se pueda pedir un «café cubano» y ya se sabe que se está solicitando un café fuerte, de sabor consistente y tinte oscuro en el néctar, al que se le agrega poca azúcar o ninguna, muy al estilo «montero» del campesino en faena, que amanece hirviéndolo en el fogón de leña y lo cuela en un embudo de tela gruesa, para luego servirlo en una jícara de güira, que le propicia un sabor único e indescriptible.
El café arábigo cubano, considerado entre los mejores del mundo, tiene además de la geografía donde nace, la mano amorosa del cosechero, muchas veces femenina, que acopia los granos con paciencia, uno a uno, llenando el costal con las semillas de más carácter. El resto del proceso se mantiene fiel a los métodos tradicionales de despulpe, secado bajo el sol y tueste firme, que darán un grano de aroma consistente y color tostado brillante.
En 1762, los ingleses que invadieron a La Habana, tomaban por aquella época más café que té, por lo que contribuyeron a expandir por la ciudad amurallada las casas de café, la primera de ellas, abierta en la Plaza Vieja, llamada Café de la Taberna.
Los parroquianos de entonces, asiduos de la tertulia y el cotilleo, se entregaban al disfrute de sus puros, entre sorbos de café, mirando el animado ir y venir de los carruajes y carretones cargados de mercancías recién llegadas al puerto, ambiente aderezado de los pregones interminables de los vendedores ambulantes… Un año después los británicos se fueron, pero siguieron proliferando los cafés por La Habana y el resto del país, hasta bien entrado el siglo XX.
Hoy no han cambiado muchos las cosas en la Plaza Vieja, que sigue siendo uno de los lugares más animados de la ciudad y donde al igual que en siglo XVIII, es posible hacer un alto y tomarse un buen café en ese templo habanero del néctar negro que es «El Escorial», ubicado en la esquina de las calles Mercaderes y Muralla.
El «Café O´Reilly», situado en la calle homónima y San Ignacio, emula también por ofrecer la degustación del café de las montañas del Escambray, traído virgen en granos que serán tostados en in situ por los maestros cafeteros, que preservan la discreción en el toque de temperatura de la torrefacción, lo que le confiere estilo y personalidad en el sabor al producto que ofrecen ambos establecimientos.
Recetas diversas maridan el café con el ron dorado, la canela, el chocolate, la menta, las cremas frutales, el oporto, el whisky, el cognac, gratas combinaciones que se ofrecen calientes o frías, según lo apetezca la hora del día, el tema de conversación o la compañía que adorne la tertulia.
«Vamos a tomar café…» es una invitación que en La Habana, rinde culto a la amistad y a las tradiciones, nacidas en las montañas y cimentadas entre viejos adoquines y murallas.